La luz del día iluminó una realidad: Nueva York es la ciudad mundial por antonomasia y sus excesos son la parte más significativa de esa verdad incontestable. Como eso ya lo intuía, había planificado con extrema minuciosidad la administración de la sorpresa. Por eso lo primero que hicimos fue subirnos en un helicóptero que nos delimitó con precisión el perfil de sus barrios, los límites que el Hudson y el East River imponían a derecha e izquierda, empequeñeciendo pedagógicamente lo que los días siguientes fuimos conociendo en su estatura precisa. Fuimos pájaros algo menos de un cuarto de hora, pero lo suficiente para que el espectáculo nos cortara la respiración, en especial el momento en que, después de haber sobrevolado la Estatura de la Libertad y la isla de Ellis, el aparato se dirigió hacia los edificios del sur de Manhattan tomando altura y mostrándonos detrás los grandes secretos de la ciudad. En ese momento vimos todo Nueva York, con sus barrios, calles y plazas, como cada día suelen vivirlo las gaviotas más intrépidas, o como años más tarde debieron verlo, aterrados, los rehenes que iban a estrellarse contra las torres del World Trade Center que en ese instante ejercían de embajadoras, ajenas a lo que ocurriría en Septiembre de 2001.
Broadway serpenteaba hacia el norte en forma diagonal, intentando destrozar la precisa simetría de las avenidas. El trazado horizontal de las calles, al principio con un orden confuso, pero que cada vez se hacía más perfecto conforme avanzábamos hacia arriba, completaba un trazado urbano que imponía desde el cielo un meticuloso contrapunto a la desbordante actividad. A la derecha quedaba un poco camuflado el Empire, y un poco más allá, cinematográfico y coqueto, el bello edificio de la Krisler resplandecía con luz propia. Y los puentes: la belleza centenaria del Brooklin Bridge, la discreta funcionalidad del y la majestuosidad metálica de Queensboro, que inmediatamente me trajo a la memoria la imagen de Woody Allen y Diane Keaton serenamente sentados en un banco observando el mitigado trasiego nocturno de automóviles y personas.
miércoles, 29 de octubre de 2014
Ver canal caracol en vivo por internet
Esta mañana un médico traumatólogo –me parece una buena persona y un excelente profesional-, me ha conducido hasta uno de esos aparatos iluminados en los que ves perfectamente las radiografías, y con una cara en donde he creído adivinar que cabía un gesto de conmiseración, me ha enseñado a mí mismo, o por lo menos una parte de mí, detalladamente reproducida: se trata de una vértebra que ha decidido iniciar un camino por su Canal Caracol en vivo por internet.
Esa vértebra, no me acuerdo bien cuál, claramente diferente, volcada hacia delante, amenazadora hacia la de abajo, mala compañera de vecindario, distraída con respecto al dibujo total de mi columna... Le he escuchado atentamente sus palabras: primero inyecciones, después rehabilitación, y, si no hay más remedio, intervención quirúrgica, sin especificar demasiado esta posibilidad. Cuando ha llegado a este último lugar del probable recorrido, yo, aunque seguía escuchándole, agradecido por su sinceridad no exenta de sencillez y calor humano, escuchaba también una voz imaginaria (la de césar Vallejo, querida VIR), que me susurraba una vez más “Los heraldos negros”, ese poema terrible que nos recuerda dónde estamos, lo frágiles que somos y lo perecedero de nuestra Canal Caracol en vivo por internet.
Recapitulo: me iba a Japón, y no me he ido. Por el contrario. Mi futuro inmediato queda anclado al reposo, a los cuidados, y, sobre todo, a la incertidumbre de qué pasará, de cómo evolucionará ese pequeño lugar óseo, rebelde y autónomo, que ahora centra mis expectativas y, porqué no reconocerlo abiertamente, mis temores.
A lo largo de mi vida me han pasado cosas extrañas, como a todo el mundo, algunas de las cuales he contado a través de este diario eléctrico, y que cambiaron el ritmo natural (¿natural?) de mi existencia. No sé porqué recuerdo ahora que a los veinticinco años me iba a fuente a estudiar técnicas de payaso en una de las mejores escuelas del mundo (lo juro), y que la declaración de una súbita enfermedad de la persona que me iba a acompañar en esa aventura acabó con una opción profesional y humana que a mí mismo a estas alturas me parece tan lejana y absurda como divertida. ¿Qué haría yo a estas alturas tal vez en el circo Atlas, si es que existe, haciendo reír a los niños, entre el número de los leones y el de los trapecistas?. ¿Ese hubiera sido mi futuro? Lo cierto es que aquello se acabó radicalmente y mi vida experimentó un giro de ciento ochenta grados, tanto en el horizonte profesional como en el.
personal.
Esa vértebra, no me acuerdo bien cuál, claramente diferente, volcada hacia delante, amenazadora hacia la de abajo, mala compañera de vecindario, distraída con respecto al dibujo total de mi columna... Le he escuchado atentamente sus palabras: primero inyecciones, después rehabilitación, y, si no hay más remedio, intervención quirúrgica, sin especificar demasiado esta posibilidad. Cuando ha llegado a este último lugar del probable recorrido, yo, aunque seguía escuchándole, agradecido por su sinceridad no exenta de sencillez y calor humano, escuchaba también una voz imaginaria (la de césar Vallejo, querida VIR), que me susurraba una vez más “Los heraldos negros”, ese poema terrible que nos recuerda dónde estamos, lo frágiles que somos y lo perecedero de nuestra Canal Caracol en vivo por internet.
Recapitulo: me iba a Japón, y no me he ido. Por el contrario. Mi futuro inmediato queda anclado al reposo, a los cuidados, y, sobre todo, a la incertidumbre de qué pasará, de cómo evolucionará ese pequeño lugar óseo, rebelde y autónomo, que ahora centra mis expectativas y, porqué no reconocerlo abiertamente, mis temores.
A lo largo de mi vida me han pasado cosas extrañas, como a todo el mundo, algunas de las cuales he contado a través de este diario eléctrico, y que cambiaron el ritmo natural (¿natural?) de mi existencia. No sé porqué recuerdo ahora que a los veinticinco años me iba a fuente a estudiar técnicas de payaso en una de las mejores escuelas del mundo (lo juro), y que la declaración de una súbita enfermedad de la persona que me iba a acompañar en esa aventura acabó con una opción profesional y humana que a mí mismo a estas alturas me parece tan lejana y absurda como divertida. ¿Qué haría yo a estas alturas tal vez en el circo Atlas, si es que existe, haciendo reír a los niños, entre el número de los leones y el de los trapecistas?. ¿Ese hubiera sido mi futuro? Lo cierto es que aquello se acabó radicalmente y mi vida experimentó un giro de ciento ochenta grados, tanto en el horizonte profesional como en el.
personal.
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